sábado, 14 de mayo de 2011

Historia de una vida en la calle




El ruido incesante de las gotas cayendo sobre las aceras de Madrid.
El huir de los pájaros hacia un lugar donde encontrar cobijo.
La superficie pidiendo ayuda ante el agua acumulada.
El sinvivir de los vagabundos acurrucados únicamente por la soledad.
El cielo gritando entre truenos y la tristeza albergando a algún alma errante antes de dormir.

No fue sino un paisaje acústico en mitad de la media noche. El reloj marcaba las 12 cuando Juan intentaba recoger algún cartón sin lluvia. Estaba solo, como cada anochecer de cada invierno en cualquier acera. Y aun así, no quiso perder la sonrisa. Era consciente de que la vida a veces cambia el sino de sus interpretes. Y aquel día, quizá, el destino le había demostrado que en mitad de la tormenta aún siguen existiendo algunos rayos de sol.

Al levantarse, miró su cuerpo mojado y coincidió con su alma en encontrar algunos tiritones propiciados por la fiebre. Nunca tomó medicamentos, al menos, nunca desde que empezó a dormir en la calle. En sus 15 años a la intemperie se ha puesto malo reiteradas veces, aunque también piensa que vive malo constantemente. Siempre quiso ir al médico para preguntarle cuánto tiempo le queda por refugiarse en las entrañas del mundo, pero siempre ha pensado que es más útil hablar con Dios para pedirle un día más. Muchos de sus apáticos compañeros le piden al Diablo que se los lleve a la hoguera. Él no, él quiere seguir pasando frío, esperando alguna señal divina, esperando un cambio.

Después de luchar contra la inmovilidad de su cuerpo, Juan se levantó y se dirigió al túnel de las cuatro manzanas acompañado por una estampa de la virgen de los desamparados y el viejo reloj de su abuelo. Cuando llegó tan solo encontró a Domingo, un viejo amigo, que se quedó en la calle muy jovencito tras trapichear con las drogas y el alcohol. Es la historia típica del hombre que vive en la calle, pero la más común al fin y al cabo. También la pérdida de familia, amigos y trabajo suele ser recurrente en estos casos, pero la realidad es que nadie recuerda su historia cuando lleva más de una década absorbido por el gris de la gran ciudad.

Cuando llegó al pasadizo del túnel donde se acurruca para esquivar la lluvia, apenas si lo habían abierto. Señal de ello era la ausencia de la guardia urbana, preparada en todo momento para agredirles ante cualquier contacto con el común de los mortales. Nadie había movido sus cajas, ordenadas de mayor a menor, tan solo maltrechas por el orín de algún perro. Desde allí, saludó a Domingo levantando con cuidado su brazo izquierdo y se sentó antes de adentrarse en el inframundo de su propia nada otra jornada más.

Al poco tiempo, cuando el reloj debía marcar las 8 de la mañana, empezó a pasar delante de sus ojos el bullicio egoísta del pueblo trabajador. Todos con prisas, exentos de caridad y educación. Eternamente agobiados por el paso de las horas. Otrora preocupados ante el devenir del no ser iguales al resto.

Y así pasaba la mañana, mirando a sujetos con traje y dinero casados con la infelicidad. A veces, también transitaban parejas unidas por el delirio de la coincidencia, y entonces es cuando deseaba que alguna de ellas le dedicara una sonrisa. Tan solo, para volver a sentirse parte de la humanidad y evocar recuerdos olvidados.

Sin embargo, aquella mañana le tocó observar la fractura del amor delante de su mirada. La chica de pelo rubio y ojos verdes se había dado la vuelta en mitad del camino bramando a la indignación...¡No quiero volver a verte!...le había gritado al chico que la acompañaba, que se echó a llorar en ese mismo momento.

Ella salió a prisas hacia el lado contrario, mientras una especie de móvil caía de su bolsillo. Juan se fue a recogerlo y la llamó con insistencia. Pero no logró alcanzarla. Inmediatamente después se acercó al que parecía ser su novio, sin embargo, éste, movido por la impotencia y el desdén empujó a Juan tirándolo al suelo.

Se quedó solo de nuevo tras el incidente, besando el acerado prácticamente, herido ante lo acontecido. Tras ello, no pudo mas que levantarse y volver junto a sus cartones. Miró el aparato enrollado en unos cascos y pensó que aquello sería una especie de reproductor de música ¡Un walkman moderno! Buscó el play, pero sólo encontró una manzanita en su parte trasera. Entonces pulsó el único botón visible y vio cómo se iluminaba la pantalla, cómo cada uno de sus dedos movían objetos en su interior, cómo la fascinación albergaba sus sentidos.

Durante el resto del día vivió ilusionado gracias al aparato. Tocando cada uno de los botones que veía, observando cómo se movían y acompañaban sus gestos. Y en ese proceso llegó al apartado de canciones ¡Ahora sí encontró el play! Se colocó los cascos y entonces se oyó a si mismo. Era él, cantando una versión en acústico de Los Secretos... “...Tanto tiempo caminando y aún no sé donde voy. Estoy siguiendo cada paso y olvidé quién soy....Te he echado de menos hoy, exactamente igual que ayer...”. Un minuto le bastó para recordar los años en que tocó en la banda con sus amigos. Un minuto para recordar cómo la noche en que fueron teloneros del grupo madrileño creyó tocar el cielo y cómo a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Su escisión del grupo, su coqueteo con las drogas, su último concierto en solitario acompañado por una guitarra y su primera noche en la calle propiciada por las deudas.

Acabó la canción, se le cayeron las lágrimas y entonces escuchó un pitido procedente del reproductor. Había llegado un mensaje... “Te quiero, dime que me perdonarás por los errores del pasado"...

2 comentarios:

  1. Hermoso hasta el final. Has de saber que en mi tienes una admiradora de tus letras.

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    1. Muchas gracias Ginebra! Acabo de descubrir que me sigues. También he visto tu blog. Soy tu primer seguidor y espero dentro de poco no ser el único.

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