Estaba espeso. Pero se puso a escribir. No sabía que decir ni que hacer. No sabía si prefería dormir o aguantar hasta que alguna canción o la vieja radio de su habitación acabaran por cerrar sus parpados. Sin embargo, se puso a escribir. La Soledad, una noche más, facilitaba la tarea. Dejaba que las melodías sonaran, que las teclas acompasaran un tic-tac eterno y que los murmullos de la noche abrumaran al silencio con su amabilidad.
La Soledad, sí, ella. Blanca, como de costumbre. Callada, como habitualmente suele estar. Quieta, como aquella estatua que no desea moverse. Serena y plácida, como la noche en que Luis la vio por primera vez. Arrugada y sola, como el destino lo había querido. Siempre vestida de largo, cercana en sus gustos a la muerte, atractiva para el diablo, cariñosa con los desahuciados y excepcional con aquellos que la acercan a su regazo al calor de la noche y el duermevela. Ella, siempre atractiva a los ojos de algún joven incomprendido, de alguna pareja deshojada por el tiempo o de una señorita no correspondida por el destino deseado.
Ella fue la culpable de que Luis empezara a escribir bajo la lámpara de su habitación. Abrigado por la luz tenue del foco y un café con leche, comenzó a presionar las teclas. Tic-Tac-Tic-Tac-Tic-Tac. Un sonido repetitivo, acorde con la rutina y sumiso a la yema de los dedos. De fondo, acompañan Serrat y Silvio Rodríguez...Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo, ojalá que la luna pueda salir sin ti...
Suena a paz y a alegría, a melancolía y añoranza. Suena mientras las estrellas se dicen adiós, mientras los amantes se dan la vuelta en la cama, mientras el mundo se encierra a pensar en su monotonía. Suena mientras el vestido blanco de La Soledad comienza a moverse por la habitación. Mientras Luis sigue escribiendo. Mientras ella se aproxima con delicadeza, elegancia y calidez. Mientras su baile ciega los ojos del escribidor y los adueña de su brillo. Mientras tanto, comprende que ya tiene compañía y entonces deja de escribir.
Hasta mañana.